
Por Linda E. Moran, Ph.D.
Traducción por Pilar Espitia, Ph.D.
Resumen: La investigación de Elsa Chaney publicada en 1971 sobre el compromiso político femenino en Latinoamérica le aseguró su legado como pionera del campo. Por décadas, también proporcionó un punto de partida a investigadores cuyas teorías evolucionaron con el modelo de la supermadre. Los desarrollos sociopolíticos del siglo veintiuno, de ahora en adelante, cuestionan la viabilidad de este modelo. Esta discusión sugiere una reestructuración del modelo: una “adaptación de las especies” con capacidades mejoradas: La supra-madre.
Por medio siglo, el modelo conceptual latinoamericano del liderazgo femenino político de Elsa Chaney ha servido como el eje de numerosos estudios de género y liderazgo. En ese lapso de tiempo, cambios radicales han transcurrido. En Latinoamérica, ocho presidencias femeninas se han materializado desde la aparición de la supermadre de Chaney en 1971, la mitad en tan solo las últimas dos décadas. En escritos de 2006, Leslie Schwindt-Bayer apuntó que existía una laguna en cuanto a “la investigación empírica…de las actitudes y comportamientos de políticas femeninas…y cómo han cambiado desde la caracterización de Chaney, si es que han cambiado” (570). El creciente número de mujeres que buscan cargos públicos o posiciones ejecutivas en organizaciones hacen de esto un cuestionamiento oportuno. Decisiones sobre cuáles caminos se deben tomar para llegar a tales posiciones y qué modelos de liderazgo adoptar, una vez se llega a esas posiciones, son factores críticos para su sostenibilidad.
En su versión más simple, el modelo de la supermadre encarna la premisa de que las mujeres ejercen el liderazgo político a niveles municipales o nacionales como una extensión de su papel maternal, donde el escenario político equivale a una versión ampliada del hogar. Incluso en el nuevo milenio, sería irresponsable clasificar este modelo como completamente obsoleto. El vínculo entre los imaginarios sociales y el constructo maternal pervive. Francie Chassen-López nota que mientras “las intelectuales feministas en Estados Unidos y en Europa” tienen una visión negativa de “la utilización repetida del discurso de la maternidad” este continúa siendo “un estimulante político increíblemente efectivo en Latinoamérica” (188). Hace poco, en 2015, los expertos reiteraron que “el énfasis del maternalismo en el cuidado, la compasión y el manejo doméstico todavía moldea la respuesta pública del liderazgo político femenino” en Latinoamérica (Franceschet et al. 3). Mientras que estas observaciones se destacan en una región específica, un sondeo global indica que la aplicación política del constructo maternal no está, en la actualidad, completamente ausente de culturas fuera de la región.
Una de las lideresas más poderosas, la canciller Angela Merkel, ha sido designada como Mutti por los medios de comunicación y un sector del electorado alemán, aunque ella no es madre en el sentido biológico (Murray 14). Angela Leadsom, candidata a primera ministra en 2016, sugirió que como madre y abuela ella estaba más comprometida con el futuro del Reino Unido que su rival sin hijos, Theresa May (Hope). Solo meses después, los medios de comunicación y la miembro del Parlamento, Anne Jenkins, instaron a la recién llegada Primer Ministra May a jugar el papel de “nana” para enfrentar el problema de la obesidad en niños (citado en Baird; Forges). Una estrategia para “humanizar” a Hillary Clinton en las elecciones de Estados Unidos en 2016 fue retratarla como “una madre y abuela que haría lo que fuera para que sus hijos prosperaran” (Strauss). Observaciones sobre las elecciones francesas de 2017 afirmaban que la campaña de Marine Le Pen utilizaba una retórica maternal para “limpiar la imagen de su partido” (Chira). En diciembre de 2018, después de mediar en un intercambio acalorado entre el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el senador Chueck Schumer, la portavoz de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, explicó que “Estaba tratando de ser una madre” (Tcholakian). El imaginario maternal persiste a lo largo de las culturas. Y a pesar de esto, una perspectiva amplia de la trayectoria política de estas lideresas demuestra que las cualidades maternales reales o percibidas que se suscriben a sus personas no se han circunscrito a su modus operandi político. En contraste, Chaney reconocía las limitaciones intrínsecas de la supermadre: “la tarea universal de la maternidad de las mujeres ha influenciado profundamente las barreras y estilo de sus intervenciones en la esfera pública” (10). Dado que el modelo de la supermadre conserva varios grados de estatus en contextos políticos debido a los imaginarios sociales, el argumento de una influencia remanente no puede ser completamente descalificado. Sin embargo, los imaginarios y realidades sociales encuentran álgidos puntos de discordia cuando un modelo que “extiende los papeles tradicionales a la esfera pública” y “refuerza el patriarcado” (Chassen-López 188) es superpuesto a la praxis del siglo veintiuno. Esta circunstancia engloba más que una reestructuración del estilo de la intervención política femenina. A lo largo del tiempo, un menguante mercado para la paternidad como la imagen normalizada del liderazgo político potencialmente reestructura la intervención política masculina. Para moderar la discusión de este modelo, me sitúo en el contexto chileno, al aplicar específicamente este análisis a la trayectoria política de Michelle Bachelet.
Mis observaciones abarcan al menos tres características distintivas para refundir el modelo. Primero, la supra-madre es un híbrido que interrelaciona ambos, los papeles tradicionales y no tradicionales de género. En Chile, sus etapas tempranas de desarrollo se despliegan en los nombramientos de varias mujeres para cargos de alto perfil a lo largo del tiempo, con una notable aceleración para el siglo veintiuno. Soledad Alvear se convirtió en la primera mujer Ministra de Relaciones Exteriores en el año 2000. En 2002, Bachelet se convirtió en Ministra de Defensa, la primera mujer en obtener esta posición en Chile y Latinoamérica, y una de las pocas en obtenerla en el mundo. En 2006, Bachelet se convirtió en la primera mujer Jefa de Estado. Carolina Tohá, que se convirtió en la primera mujer Secretaria General del Gobierno en 2009, fue también la primera mujer en ejercer como presidente del Partido por la Democracia (PPD) en 2012 y la primera alcaldesa de Santiago. Ese mismo año, Barbara Figueroa se convirtió en la primera mujer lideresa de varios sindicatos en Chile y en Latinoamérica. En 2014, Isabel Allende se convirtió en la primera mujer chilena presidenta del congreso y Bachelet fue elegida para un segundo periodo presidencial. Ninguno de estos cargos cae dentro de las categorías de género tradicionales. Incluso, su ejecución lógica exigía comportamientos que no entran dentro del cumplimiento estricto del paradigma de la supermadre.
Un catalizador para la alteración del paradigma venía del sector masculino. El predecesor de Bachelet, el presidente Ricardo Lagos (2000-2006), promovió más mujeres a cargos de la alta esfera que lo que se había promovido en los anteriores cuarenta años (Izquierdo y Navia 82). Los analistas vinculan esta acción al llamado de la igualdad de género, un exitoso punto de la campaña de Bachelet de 2005 (82). Chaney describía un escenario muy distinto para la supermadre: “Muchas [mujeres] se ven marginadas a agencias y ministerios tradicionales y alejados del poder, de la innovación social y del cambio…pocas mujeres de la izquierda obtienen puestos de primera fila en las jerarquías del gobierno o partidos políticos. El curriculum de Bachelet indica un paisaje bastante alterado. El puesto de Ministra de Defensa la ubicó en una posición única, cercana al centro de “poder, a la innovación y al cambio” que sigue de cerca la transición de Chile a la democracia. Sus dos presidencias la ubicaron firmemente en el centro. Para reafirmar este punto, sus dos términos presidenciales, su cargo como Directora Ejecutiva de ONU Mujeres, y su actual cargo de Alta Comisionada Para Los Derechos Humanos de la ONU, se establecen a una distancia considerable de papeles “marginales”.
Los nombramientos del presidente Lagos no solo cultivaron un alto grado de receptividad de las mujeres en posiciones de poder no tradicionales sino que cimentaron el camino para el “Fenómeno Bachelet”: el surgimiento (sin precedentes) de mujeres que eran ajenas al poder ejecutivo. En parte, esto se basa en la teoría que “las actitudes masculinas acerca de la idoneidad de las líderes femeninas es susceptible de variar de acuerdo con los indicios pro o anti-igualitarios de la élite” (Morgan and Buice 646). Mientras que los ejemplos de Lagos parecen haber favorecido a Bachelet en su mandato como Ministra de Defensa, el cual le dio un capital político sustancial, el poder ejecutivo era todavía percibido como un bastión en “tierra de hombres”. En este último caso, la opinión pública prevaleció y el partido de Bachelet (Concertación) apoyó su candidatura, si bien “a regañadientes” (Dockendorff 167). En vista de lo que estaba en juego, esto no era una sorpresa. La irrupción de Bachelet amenazaba con desmantelar el orden establecido que Chaney afirmaba era el de políticas femeninas sistemáticamente “marginadas” a puestos de bajo impacto, mientras se reservaban los cargos de alto perfil para sus contrapartes masculinas.
En las instancias en las que Bachelet no cumplía con todos los criterios para el modelo de la supermadre, la supra-madre permitió una adaptación considerable. El público se conectó con sus “debilidades”, definidas así por las normas sociales tradicionales y perfiles políticos de Chile, y percibían en ella la combinación de cualidades necesarias para representar su humanidad. Rubén Dittus amplía esta idea: “Uno no vota por una persona sino por el imaginario que ese candidato representa…es el ciudadano común que termina creando ese candidato” (43, 46). Por lo tanto, ellos inventaron a Bachelet desde su propia imagen del chileno del “común”, a pesar de su crianza privilegiada y la violación de presuntas normas. Así como el modelo de la supermadre no es enteramente el producto de un diseño intencional, tampoco lo es la supra-madre. Lo veo como el resultado sociopolítico de lo que Deborah Frieze y Margaret Wheatley han acuñado como “la tormenta perfecta”: el “resultado de un número de factores discretos y muchas veces invisibles que convergen en perfecta sincronía” (Frieze y Wheatley). En el caso de Bachelet, esas dinámicas incluían una desilusión a gran escala frente a los partidos políticos, lo que disminuyó el conservadurismo social y político, y un desentendimiento endémico sobre el status quo. Estos puntos de inflexión no eran elementos transitorios que actuaban de manera concertada con un giro político anómalo, como algunos han afirmado. Más bien, estos eran la culminación de procesos que se incubaron a lo largo del tiempo, desde los trasfondos tanto detectables como indetectables, de la transformación social.
El pronunciamiento que la elección de Bachelet indicaba “un paso adelante para las mujeres en una de las sociedades más machistas del mundo” (Vogler, Chile’s) presagió una salida del status quo. En un país donde el papel de géneros ha estado estrechamente atado al modelo patriarcal por siglos, hay algo de valor en afirmar que “en algunos años, una región conocida por su machismo secular parece haberse convertido en una vanguardia para la igualdad entre sexos, al menos en la cima del poder político” (Marugán y Durá). No obstante, ¿acaso esto señala una transformación considerable? Mientras que un sondeo profundo del impacto de la presidencia de Bachelet en la preponderancia del machismo excede los parámetros de esta discusión, el concepto de machismo merece una consideración como un contrapunto del modelo de la supra-madre. Antes de la elección de Bachelet en 2005, Renee Mengo observó que la integración política femenina había ganado tracción gracias a alteraciones visibles de la estructura social:
Las mujeres han llegado a ser co-protagonistas en la esfera social, en los partidos y movimientos sociales, en procesos electorales y en los campos del poder. Y su incorporación ha producido en la política, así como en el colectivo social, la más importante revolución del siglo veinte. La sociedad no es la misma y tampoco lo es el lugar de la mujer en esa sociedad. (202)
La retrospectiva proporciona una mirada informada. En la elección de 2005, Bachelet obtuvo un porcentaje casi igual de votos masculinos (53.7) y femeninos (53.3), lo que indica que no hubo un desproporcionado prejuicio por parte de los votantes masculinos para la época (Navia 316). Una encuesta de Latinobarómetro llevada a cabo cuatro meses antes de la elección de Bachelet, reveló que solo 26% de los chilenos estaba de acuerdo con que los hombres eran mejores líderes políticos que las mujeres (Franceschet 19). Hay que admitir que tales estadísticas no garantizan que más mujeres se lanzarán a la presidencia, que más mujeres serán elegidas o que los prejuicios de género han sido completamente eliminados del proceso. Lo que sí confirma es un cambio en las actitudes acerca de la idoneidad política femenina desde que tuvo lugar el estudio de Chaney.
Investigaciones adicionales, conducidas en 2014 en los Estados Unidos con 85 mujeres con cargos altos en 60 compañías, ofrece introspección sobre el desarrollo del liderazgo femenino en general. El grupo de estudio calificó con puntaje alto las características de liderazgo femenino en áreas como “asertividad, manejo del ego, razonamiento abstracto, sentido de urgencia y toma de riesgos” lo que indicaba una “aproximación orientada a los resultados y la acción” (Caliper 4). Los investigadores notaron que “las características de personalidad de las mujeres líderes son bastante cercanas a lo que es universalmente considerado como “´características masculinas’ de liderazgo” (7). También notaron que las mujeres líderes practicaban “estilos de liderazgo tanto transformativos como transaccionales” (7). Esto valida la emergencia de un modelo donde los roles de género tanto tradicionales como no tradicionales se intersectan. Después de darle seguimiento a este tipo de estudios a lo largo del tiempo, encuentro que es una tendencia en diferentes culturas.
La segunda característica distintiva del modelo de la supra-madre es que, además de desafiar el modelo patriarcal, la supra-madre lo puede incorporar. Al principio, en el primer periodo presidencial de Bachelet (2006-2010) parecía destinada perpetuar el modelo de la supermadre:
Parecería que los chilenos estaban buscando una figura maternal con la esperanza de que pudiera curar las heridas dejadas por la dictadura abusiva de Augusto Pinochet. Es claro que Bachelet hizo campaña y fue recibida por la mayoría de chilenos como una líder femenina y maternal que estaba más cerca a la gente que un líder masculino y cuya habilidad para restaurar la salud del país dependía de sus atributos femeninos. (Haddad y Schweinle 104-05)
No obstante, un análisis más detallado revela un alejamiento esencial de la norma de la supermadre: esta no era una imagen maternal que reforzaba el patriarcado. En contraste con la asociación negativa entre patriarcado y autoritarismo, lo materno ofrecía una compensación psicológica por el abuso o abandono masculino, ambos consecuencias del régimen militar. Esto permitió una incorporación de la “constante maternal”. Aquí, la “constante maternal” es caracterizada por prácticas de poder que generan confianza y son empáticas. Lejos de ser una deficiencia, el estatus de Bachelet como madre cabeza de hogar podía transmitir una habilidad a una sociedad donde un tercio de los niños son criados por madres solteras (“Writing”). Es problemático asumir que el liderazgo femenino, incluso cuando se le asigna una representación simbólica de lo maternal, refuerza el patriarcado de forma arbitraria. En sociedades con historias de sistemas coloniales o totalitarios, las mujeres han orquestado de forma exitosa numerosas iniciativas subversivas que retan el protocolo patriarcal.
Aunque los comentarios antes y después de la elección se enfocaban en cómo el género de Bachelet podría impactar su gobierno, el encasillamiento de un estilo de liderazgo de acuerdo con el género es una ciencia poco exacta, en el mejor de los casos. Trazar un conjunto específico de fortalezas y debilidades de acuerdo al género es enfrentarse con múltiples variables. Un estudio conducido en España el cual usó prototipos de líderes masculinos y femeninos puede servir para ilustrar este punto. Líderes de ambos géneros con estilos estereotípicos de liderazgo femenino recibieron “significativamente mejores calificaciones” en medidas de competencia, efectividad y características deseables en un líder, independiente del género del líder o del evaluador (Cuadrado et al. 62). Una comparación a gran escala de estudios de este tipo genera un punto en común indiscutible: alrededor del mundo las expectativas sobre liderazgo están en un proceso de transición en tanto estructuras corporativas como políticas.
Un análisis del modelo de Chaney requiere que haya una distinción entre un liderazgo maternal y uno femenino. A pesar de tener elementos en común, no son idénticos: el liderazgo femenino no es inequívocamente maternal en su esencia. Investigaciones hechas en 2014 hallaron que a pesar de que “la mayoría [de personas]…asumen que las mujeres tendrán excelentes habilidades de crianza”, las competencias mejor calificadas en las mujeres (“tomar iniciativas, demostrar integridad/honestidad [e] impulsar resultados”) no respaldan ese supuesto (Sherwin). En contraste, Chaney halló que se esperaba que las mujeres con cargos políticos funcionaran a partir de “los deberes de cuidado y afecto que la sociedad les asigna a las mujeres, en vez del papel masculino instrumental, que es definido como más agresivo, autoritativo y orientado al éxito” (20). Esas expectativas estaban en gran medida en juego cuando Bachelet asumió la presidencia en 2006. Como consecuencia, se esperaba que esta nueva forma de hacer política fuera solamente pasajera:
En el país, es evidente que algo cambió de forma dramática en el balance del poder simbólico entre mujeres y hombres…Desde la llegada de Michelle Bachelet al gobierno una serie de refriegas inició, pequeñas acciones tácticas y estratégicas del poder masculino en su lucha por recuperar el terreno perdido que consideraban su propiedad y privilegio, como parte de un orden “natural”. (Valdés 267-68).
Los intentos de recuperación tambalearon y el orden “natural” de la preeminencia masculina no fue totalmente restituido. En 2005, dos mujeres se lanzaron como candidatas a la presidencia; una de ellas ganó. La segunda vuelta electoral de 2013 entre dos candidatas evidenció el triunfo de una de ellas para un segundo mandato.
Aquí incluyo los siguientes comentarios sobre Bachelet y sobre los votantes chilenos para defender la causa de un modelo alterado:
Para las mujeres trabajadoras, ella era una sobreviviente…los hombres admiraban su forma de encarar la vida;…encuestas de las fuerza armadas demostraban que un gran número de militares la consideraban la mejor ministra de defensa en décadas…para los hombres, representaba la valentía…las mujeres de clase media o incluso de clase alta se podían identificar con su crianza, su educación y su resiliencia. Para los adultos jóvenes después del golpe de estado…ella era un símbolo de lo que era posible de lograrse en Chile…La veían como una persona que podía darles los recursos y las oportunidades para ser parte de la escena sociopolítica. Ante todo, Bachelet era percibida como un símbolo de cambio político, económico y social. (Fernández y Vera 13)
Si Bachelet se hubiera alineado al paradigma de la supermadre, es cuestionable que hubiera cosechado el apoyo y consolidado el poder para convertirse en un “símbolo de cambio político, económico y social”. La mujer líder y ciudadana comprometida había llegado.
Los cambios en la dinámica sociopolítica no eran fácilmente comprensibles por el orden establecido, incluso si la evolución del modelo de la supra-madre ya estaba en pleno desarrollo. Teresa Carballal explica las raíces de estos cambios como una consecuencia, si bien no intencional, de la dictadura:
Las nuevas jefes de gobierno femeninas de esta última década…fueron politizadas durante los brutales regímenes militares. Jugaron un gran papel en los movimientos de resistencia, a veces luchando al lado de los hombres y probándose capaces de ser organizadoras, militantes y lideresas…Ese periodo formativo fue caracterizado por el rechazo de las formas tradicionales de liderazgo y una forma más inclusiva de política que no se enfocaba en el género o la clase como una condición para mantener un papel político importante. (citado en Kubi)
El “rechazo de las formas tradicionales de liderazgo” se tradujo en una creciente desvinculación del modelo patriarcal. Las mismas expectativas que requerían que la mujer “fuera la encargada de mantener la tradición…de mantener prácticas que no eran las suyas” de hecho sirvieron como catalizadoras (Morello-Frosch 90). La mujer era libre de dos formas: como mujer y como foránea, para aproximarse a lo tradicional como un “discurso ajeno”, para “ironizarlo, modificarlo [y] deconstruirlo, y así exponer su funcionamiento imperfecto…como un proyecto de resistencia y realineamiento” (91). Como el estudio de Chaney lo propuso, el liderazgo de la mujer en Latinoamérica se da “dentro de condiciones de cambio que socavan la tradición” (Paxton y Hughes 170).
La segunda elección de Bachelet indicó que los chilenos de ambos géneros eran receptivos a opciones menos convencionales. Una mirada interna del país lo explica:
Aunque es el discurso conservador el que confiere ideológicamente cierto grado de “unidad” en la población chilena, es claro que ha perdido terreno en la psyche nacional debido al proceso de modernización del país…las normas conservadoras que realmente no representan nuestra cultura son prevalentes…A nuestra sociedad le hacen falta nuevos puntos de referencia colectivos y simbólicos que le den sentido a las acciones de la gente. (Palacios y Martínez 31)
Propongo que lo que fue enmarcado como “novedoso” o “heterodoxo” en el trasfondo de Bachelet ayudó a forjar uno de los “nuevos puntos de referencia colectivos y simbólicos”: el de la supra-madre. Para 2006, la revista Time retrató a Bachelet como “una revolucionaria de este país tradicionalmente conservador y católico” y su gobierno era visto por algunos como una “amenaza a los valores tradicionales” (Edwards). Mientras los valores tradicionales perdían fuerza, también lo hacían las cualidades tradicionales y restrictivas del paradigma de la supermadre.
Un artículo sobre liderazgo femenino informa que “convertirse en líder implica mucho más que ponerse en un papel de liderazgo, adquirir nuevas habilidades, y adaptar sus propias habilidades a los requisitos de ese papel. Involucra un cambio fundamental de identidad” (Ibarra et al.). Las opiniones persistentes sobre la incapacidad de las mujeres de ejercer poder en los dominios masculinos le requirió a Bachelet superar su orientación doméstica del constructo de la supermadre. Como Ministra de Defensa bajo la administración de Lagos, la decisión de Bachelet de subirse en un tanque militar y andar por las zonas inundadas de Santiago no solo le dieron un estatus de celebridad como una “defensora del bien común” (Kornblut 240), sino también logró conectar cualidades estereotipadas masculinas de autoridad y control con cualidades femeninas y maternales de cuidado y compasión. En el papel de la supra-madre, Bachelet transmitió la imagen de particular resonancia para el electorado chileno, al “humanizar” el uso y presencia del poder militar.
Como se ha dicho, suposiciones acerca del género y el liderazgo puede llevar a conclusiones erróneas. El modelo de la supermadre sugería que la gobernabilidad femenina fundada en el constructo materno llevaría, a su vez, a alinearse con expectativas vinculadas a las percepciones de género comunes. Hay, sin embargo, una salvedad: no todas las lideresas caben dentro de los estereotipos femeninos y no todos los líderes caben dentro de estereotipos masculinos. Hay vacíos entre la teoría y la práctica, independiente del género. Un discurso creciente sobre cómo los estilos contemporáneos de liderazgo refuerzan los valores de cualidades femeninas para los líderes masculinos, genera nuevas inquietudes (Colvin; Murray). Si los hombres adoptan características que son percibidas como femeninas, ¿perderán estatus? ¿Serán evaluados como menos competentes? Al mismo tiempo, ¿será que la “habilidad de las mujeres de aprender a actuar y pensar como hombres” les asegurará a las mujeres “ser aceptadas como hombres?” (Janeway 236). Esas podrían ser ahora consideraciones irrelevantes. Un sondeo global conducido en 2014 por Ketchum, una organización dedicada a los estudios de liderazgo, reveló que:
Para inspirar confianza, los líderes de ambos géneros necesitan evitar un enfoque de comunicación machista, de comando y control, que tiende a ser unilateral, dominante e incluso arrogante. En cambio, estamos viendo el nacimiento de un nuevo modelo de comunicación de liderazgo basado en la transparencia, colaboración, diálogo genuino, valores claros y el alineamiento entre palabras y obras, un modelo que ha sido más consistentemente seguido por lideresas. Esta investigación finalmente pone punto final a las suposiciones erróneas de que las mujeres deben actuar como los líderes masculinos de la vieja escuela para causar un efecto. (“Global Leadership”)
La supra-madre se vincula con el modelo emergente descrito aquí de varias formas. No obstante, el cambio de panorama que este implica no ha sido completamente trazado debido al ritmo variado con que las expectativas se adaptan a contextos cambiantes.
Sin duda, el modelo de liderazgo político es una elección clave ya que las mujeres todavía pueden ser evaluadas a partir de imágenes del poder basadas en el género y no por su verdadera aptitud (D’Adamo et al. 92-93). Bachelet reconoció el riesgo: “hice una apuesta por ejercer liderazgo sin perder mi naturaleza femenina” (“Bachelet: Democracy”). El riesgo no era exagerado. A pesar de un declarado progreso en el siglo veintiuno, las viejas y nuevas expectativas sociales coexisten. Encuestas conducidas dentro de diferentes culturas sobre las lideresas estableció que las mujeres que establecen un estilo principalmente masculino pueden obtener una alta posición, pero “tendrán dificultades para obtener respeto, apoyo y cooperación de sus colegas” y “son calificadas con un menor puntaje como líderes” (Kellerman y Rhode 7). Aquí yace el meollo del asunto: La postura “varonil” que favorece la obtención del cargo también puede provocar evaluaciones negativas de su desempeño. Acontecimientos recientes en el Reino Unido pueden servir para ilustrar. En junio de 2017 se presenció un giro irónico al modelo de consenso que se le criticó a Bachelet, cuando el Secretario de Defensa Michael Fallon declaró que el estilo de liderazgo de May “tenía comenzar a ser más consensual” y conformar un “gobierno más colectivo” (Merrick). Irónicamente, en el actual contexto sociopolítico, los líderes hombres también pueden enfrentar criticismos similares cuando adoptan un enfoque “mano dura” de control y dominio.
Lo que puede ser establecido es que actuar por fuera del constructo materno requiere que las mujeres líderes naveguen en los cambiantes escollos de la opinión pública. Suzanne Brogger comenta que “si una mujer solo puede triunfar al emular a los hombres, creo que es una gran pérdida y no un triunfo. La meta no es solo que las mujeres triunfen, pero que preserven su feminidad y que esa feminidad influencie la sociedad” (citado en “How Women”). Más aún, adoptar un modelo de liderazgo masculino puede transmitir un mensaje sesgado, “que las cualidades del carácter masculino son las más necesitadas en el poder ejecutivo, reforzando así los vínculos entre hombres, masculinidad y presidencia” (Franceschet and Thomas 190). La naturaleza dicotómica de tales criterios combinados pueden traer unos resultados nulos cuando se combinan con la naturaleza caprichosa de los votantes. Bachelet fue criticada por no ejercer un “mandato tradicional…[y] por no dar discursos en el tono tradicional y hablar con una distintiva racionalidad” (Montaner 182). En medio de crecientes escándalos de corrupción que involucraban a ambos, el gobierno y el sector empresarial, en mayo de 2015, Bachelet tomó el camino del “macho alfa” al despedir a todo su gabinete en un solo día. El resultado fue tanto una aprobación de su audacia como acusaciones de ser incompetente. Al mismo tiempo, el enfoque de “mandato tradicional” no le hizo ningún bien a la “Dama de Hierro” brasileña, Dilma Rousseff, como se evidenció durante el juicio de su destitución: “Siempre he sido descrita como una mujer impetuosa en medio de hombres delicados…nunca vi que a un hombre se le acusara de ser impetuoso” (Romero y Kaiser).
Las candidatas femeninas se enfrentan al desafío adicional de “ser una ‘infiltrada’ (ser uno de los chicos) aunque también demuestran que tienen la frescura de un ‘intruso’” (Wilson). La decisión de Bachelet de asumir su posición ejecutiva sin perder su “naturaleza femenina” en un contexto político acostumbrado al liderazgo masculino recalcó su estatus de “intrusa”. Paula Escobar Chavarría, editora de El Mercurio, reconoció a Bachelet por “no adoptar todos los códigos de dominación masculina de poder sino por transformarlos” (citado en Bennhold). Su retórica de igualdad de género, inclusión y buscar el consenso reflejaban el modelo contemporáneo de liderazgo “menos vertical y mucho más horizontal” (Marugán y Durá 96). Lo que requería, si algo, era una pizca de balance entre aproximaciones aparentemente contradictorias.
En línea con el modelo de la supra-madre, Bachelet eligió poner a la vanguardia su género como un marcador diferencial, pero no su estatus de madre, en mensajes televisivos. Mientras tanto, sus opositores masculinos explotaron fuertemente sus imágenes como padres (López-Hermida). Un análisis del cubrimiento de los medios de comunicación durante la campaña de 2005 notó que cuando Piñera jugaba el tradicional “papel de padre” en apariciones televisivas, Bachelet minimizaba su papel de madre (14). El inesperado resultado vio cómo su atractivo creció durante el periodo de campaña por medio de la conexión que estableció con ciudadanos marginados y desilusionados. Existe evidencia que, de manera consciente o inconsciente, las cualidades femeninas alimentan una ventaja política “cuando las cuestiones prevalentes y características de la campaña complementan las fortalezas estereotípicas de las mujeres” (Kahn 2).
De manera fortuita, en 2005, muchos de los problemas de Chile se relacionaban con preocupaciones femeninas: la reforma educativa, la reducción de la desigualdad, la reducción de la pobreza y el apoyo a unidades familiares vulnerables (Bonilla y Silva 14). La corrupción y la economía también estaban en la lista. Un estudio que registraba los límites de tiempo específicos dados a temas tratados en discursos televisivos reveló que en la primera vuelta, Piñera lideró en “asuntos típicamente femeninos” e incluso incrementó el tiempo dedicado a estos en la segunda vuelta. Bachelet hizo lo mismo, pero en relación con “los temas masculinos” (López-Hermida 3-14). La efectividad en tal aproximación es avalada por estudios que demuestran que “los hombres tienen más flexibilidad al escoger si empatizan y cuándo con temas femeninos, mientras que las mujeres necesitan enfatizar en temas masculinos de manera constante para poder convencer a su audiencia de su competitividad (Deason et al. 141). En contextos donde las lideresas deben actuar con capacidades que extralimitan el constructo materno, el modelo de supermadre se queda corto.
Sin embargo, no fue solo la articulación de problemas masculinos lo que causó que Bachelet ganara votos. El sociólogo Manuel Garretón le da crédito a Bachelet por su “capacidad de leer de una manera correcta lo que estaba pasando en la sociedad chilena” (Reyes). Esa habilidad llamada “inteligencia contextual” es un bien cada vez más deseable en los líderes contemporáneos. (Nye, Leadership). En un discurso televisado, Bachelet formuló el tema de la igualdad de género de la siguiente manera: su estatus como mujer cabeza de familia y madre soltera la vinculaba a todos los chilenos que experimentaban discriminación (López-Hermida 12, 14). Aunque aquí hay una sobreposición con el imaginario maternal, el mensaje fundamental la posicionaba más allá del papel de madre. No se trataba de una madre enfocada principalmente en problemas de madres o de una mujer enfocada principalmente en problemas de mujeres. En su capacidad de supra-madre, asumió el papel de defensora de ciudadanos, lo que le permitió involucrarse con múltiples sectores del electorado basándose en el mantra de un “destino compartido”. El periodista chileno Paul Walder reconoció cómo se amplificó el papel de Bachelet antes de su primer periodo presidencial: “¿Qué mujer no se identificaba con ella al lograr seducir al ejército sin artilugios? Si ella podía, ¿por qué otras mujeres trabajadoras no podrían controlar sus relaciones laborales, o al menos a sus esposos? Y si ella podía domar el ejército, ¿por qué ella no podía domar la clase política y gobernar el país desde La Moneda?”
La transición de supermadre a supra-madre fue instigada por la intencionalidad. Sin tapujos, la campaña de Bachelet utilizaba “el papel de la mujer” como un contrapunto de la oposición que promocionaba el poder masculino como el ideal: “Debido a ataques machistas durante la campaña, queríamos demostrar que su género le permitiría hacer las cosas de forma distinta” (citado en Steinberg). Hacer las cosas de manera distinta era una forma de venta agresiva para un público que veía “las estereotipadas características de personalidad masculinas como más compatibles con el poder ejecutivo como la asertividad, ambición, visión, firmeza, racionalidad y fuerza” (Steckenrider 249; Kornblut 21-22). Bachelet era consciente del vacío entre las expectativas de los chilenos y su imagen de liderazgo: “Hay algunos que piensan que soy solo sonrisas y una tonta” (Politzer 83). Los medios de comunicación buscaron trivializar su dignidad política al mostrarla como una ama de casa cariñosa ((“Michelle Bachelet (perfil)”), un “producto de marketing” y una “estrella populista de los medios de comunicación con unas segundas intenciones bajo la manga” (“Señora Presidenta”). Bachelet entendió que la percepción del público podría haberse mantenido estática mientras los estereotipos fueran presentados como verdades indiscutibles. Esa situación limitaría su potencial para efectivamente responder a algunos de los problemas más urgentes de Chile. Bachelet describió su papel en el proceso:
Cada vez que alguno de nosotros comienza algo nuevo, tenemos que enfrentarnos a prejuicios. Tenemos que confrontar la resistencia al cambio…si lograra triunfar en esto, abriría puertas y ventanas para tantas mujeres y hombres porque se liberarían de prejuicios. (“Berkeley”)
Paradójicamente, los hombres le agradecían por abrirle posibilidades a sus hijas.
La tercera característica distinguible de la supra-madre es que mientras retiene el elemento maternal a un nivel simbólico, no opera primariamente desde una iniciativa maternal a un nivel pragmático. Durante su primer periodo de campaña, Bachelet transmitió un estilo de liderazgo que era “más accesible y enraizado a las experiencias cotidianas de los chilenos ordinarios” que el de sus opositores (Thomas, Michelle 75). Al llegar a desafiar el status quo, era percibida como una alternativa a lo usual de la política con una élite masculina en el control. Si bien los estereotipos son innegablemente una influencia, no son el consabido chivo expiatorio para todas las inequidades y contradicciones. Dado el número de variables, los estudios sobre el grado en el que los estereotipos de género “dañan o benefician las candidatas femeninas” producen conclusiones inconsistentes (Bauer). Lo que se puede concluir es que los “estereotipos femeninos no siempre moldean la forma cómo las candidatas son percibidas” (Bauer). De hecho, las investigaciones predicen que entre más frecuentes sean las mujeres candidatas, menos relevantes serán los estereotipos (Bauer).
Una lectura entre líneas de la valoración de Paul Walder de que Bachelet “Simboliza[ba] la razón, el acceso a la igualdad de la modernidad, y una ruptura con el peso de la tradición machista” sugiere que Bachelet proyectaba de manera simultánea la imagen de defensora ciudadana, actora política progresiva y mujer autónoma. El comentario de un seguidor de Bachelet en el umbral de la primera elección verifica la mirada alterada del estatus femenino:
Estoy votando por ella porque es histórico para el país. Ella es el fruto de la lucha y el trabajo de las mujeres de Chile. Hace cinco años, no hubiera pensado posible tener a una mujer como presidenta. Está abriendo posibilidades, especialmente a las chicas jóvenes, ahora que en sus mentes tienen la posibilidad de ser presidentas (citado en Thomas, What 130-31).
Chaney previó el potencial de estas posibilidades para una nueva generación de mujeres, de acuerdo al estudio de Armand y Michèle Mattelart en 1968: “Una vez el principio de autonomía personal es reconocido, es evidente que los papeles de madre y esposa pueden ser reevaluados (citado en Supermadre 159). En poco tiempo, esa expectativa se materializó:
Durante la época militar, las mujeres empezaron a verse como compañeras de los hombres en los procesos políticos con el derecho de ocupar y definir por su cuenta lo que constituye un espacio político. Al empoderarse como individuos, desafiaron el derecho del estado de definir sus identidades políticas. (Chuchryk 94).
Bachelet fue la beneficiaria. Su combinación de trayectorias profesionales tradicionales y no tradicionales, y de elecciones personales tradicionales y no tradicionales representó el elemento de la autonomía personal al mantener el modelo de la supra-madre.
El propósito de un modelo modificado de ninguna manera disminuye los logros de las supermadres. Se debe dar crédito al legado de mujeres chilenas que se comprometieron con innovadores procesos políticos vistos por muchos como “apolíticos”. La documentación sostiene que “sus papeles tradicionales domésticos fueron extendidos a la esfera pública, como madres en las organizaciones de derechos humanos y como esposas en las organizaciones económicas populares” (Valenzuela 177, 179). Incluso al evaluarse como apolíticos, maternos y domésticos en sus orígenes, sus esfuerzos sirvieron como escenarios importantes para la siguiente fase del compromiso político. Me baso en la lógica de que si las condiciones hubieran permanecido igual en Chile, la probabilidad de dos presidencias femeninas y múltiples candidaturas femeninas sería mínima o inexistente.
En un alejamiento explícito del modelo de la supermadre, Bachelet, “reconfiguró los significados de la maternidad y [le dio] múltiples dimensiones que van más allá de las caracterizaciones tradicionales de la madre como alguien moralmente superior, doméstica y dependiente de los hombres” (Pieper-Mooney 200). Esto es significativo. Basada en entrevistas de mujeres medio siglo antes, Chaney destacó el término “decente” para describir el ideal “del comportamiento femenino deseado en Latinoamérica” o “en resumen, la mujer virtuosa y apropiada” (34). En 1971 no había una designación social positiva para una mujer como Michelle Bachelet. La “madre decente” centraba su vida alrededor del bienestar de su familia; la “mujer de mala vida” buscaba satisfacción por fuera de la esfera doméstica y vivía independiente de la autoridad masculina (35-37). La declaración de Bachelet, “yo uno todos los pecados mortales de Chile en mí” comprueba que la biografía de Bachelet va más allá del mencionado perfil tradicional caracterizado por la moral superior, domesticidad y dependencia de una figura masculina. Parece que el nuevo modelo, más representativo de la realidad chilena, ha tomado forma.
En línea con la petición de Gabriela Mistral de “no quemar nuestra feminidad en el cráter de la política”, Bachelet asumió el “riesgo” de preservar su identidad femenina en su aproximación a la gobernanza. Pero eso no redujo sus intenciones a áreas tradicionalmente categorizadas como preocupaciones maternas o femeninas. Sus administraciones lograron la reforma pensional, la reforma educacional, la reforma del sistema electoral, la reforma tributaria, la reforma de leyes sobre el aborto, la implementación de cuotas de género, el establecimiento y apoyo judicial de comisiones para vigilar y perseguir la corrupción, el castigo de crímenes cometidos por el régimen, la reducción de la pobreza y el establecimiento de múltiples programas para reducir la discriminación y el incremento de la calidad de vida para aquellos con mínimos recursos. Varias fueron reformas pioneras, consideradas como misiones imposibles por analistas y veteranos políticos. Claramente, requerían acciones que iban más allá del espectro del paradigma de la supermadre.
Cuatro años después de que los chilenos eligieran a una Jefa de Estado por segunda vez, la senadora Carolina Goic fue nominada como candidata del Partido Demócrata Cristiano para la elección presidencial de 2017 (Brown). El partido de izquierda Frente Amplio nominó a la periodista Beatriz Sánchez (Castillo). Sánchez, una desconocida, cosechó el 20% del voto. Los analistas llamaron a esta elección “la más interesante e impredecible constelación política desde el retorno a la democracia en 1989” (Benediker y Zlosilo). La predicción de Mattelart en 1968 de una reevaluación del papel maternal parece haberse materializado: Goic es madre de dos niños, Sánchez es madre de tres. Esto le da crédito a la observación de Susan Caroll que “al volverse la maternidad cada vez más política”, está perdiendo el estigma de ser algo “pasivo” (citado en Dvorak). Siendo ese el caso, la supra-madre está bien posicionada para desestimar el estigma de la “incapacidad”.
Linda E. Moran tiene un doctorado en Estudios Hispánicos de la Universidad de Birmingham del Reino Unido. Actualmente es profesora asistente de español en Freed-Hardeman University. Desde 2013, su investigación se ha ocupado de un estudio a profundidad de la evolución del desempeño político femenino en Latinoamérica, con gran énfasis en las presidencias chilenas de Michelle Bachelet.
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